Aquí la gente es muy amable

Danielle Vella, JRS Europe 

“No tengas miedo, estás a salvo. Ahora estás en Alemania». Fueron las primeras palabras que oyó Sara cuando salió tambaleándose del camión que la había llevado desde Hungría hasta la tierra prometida.

La policía interceptó a Sara, a su marido Mustafá y a su hijo de cinco años, pero se apresuraron a asegurarles que todo iba bien.

Sara afirma que las palabras del policía fueron «las más reconfortantes que había escuchado en mi vida». Marcaron el final de un trayecto que, meses después, sigue atormentando los sueños de su  familia.

La cálida bienvenida que la pareja recibió en Alemania hizo que el viaje mereciera la pena, empezando por el vuelo en el que pasaron un miedo de muerte, desde la ciudad de Siria hasta Alepo, pasando por los duros meses en Turquía y el viaje a Grecia por mar, hasta el viaje en el camión asfixiante que los transportó atravesando Austria.

Hoy, Sara y Mustafá empiezan a sentir que lo han conseguido. Aparte de haber obtenido todos los documentos esenciales que garantizan el asilo, se les ha asignado un apartamento pequeño en Kirchheim, una ciudad a las afueras de Múnich en la que los atienden voluntarios comprometidos.

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«Aquí la gente es muy amable, intentan ayudarnos con cualquier cosa que necesitemos. Tenemos suerte de estar aquí», dice Sara con una sonrisa en la cara. «Tenemos un apartamento que nos protege del frío, mi hijo va a ir al colegio y podemos comenzar a construir un futuro para nosotros».

Después de conocer los cambios más recientes de la Unión Europea para cerrar las puertas a los refugiados que llegan por la ruta balcánica para buscar protección, como hicieron ellos, Sara y Mustafá deben de sentirse más afortunados que nunca.  

Ellos saben a la perfección lo terriblemente difícil que es para los refugiados sobrevivir cada día en Turquía. Y, sin embargo, este es el destino «seguro» al que la UE planea, según un acuerdo confuso que se acaba de alcanzar entre el bloque y Turquía, enviar de vuelta a todos aquellos que llegan de manera irregular a las islas griegas, una vez sus demandas de asilo son rápidamente despachadas. 

Mustafá y Sara pasaron cinco meses en Estambul, y están convencidos de que, para las familias refugiadas, es prácticamente imposible disfrutar de un nivel de vida decente, al menos eso es lo que su propia experiencia les ha enseñado.

«Nos quedamos en casa de mi hermana, que vive allí. Estambul es una ciudad cara, y si solo se cuenta con una persona para abastecer a la familia, nunca vas a poder sobrevivir, alquilar un piso, pagar la electricidad, el agua… todo», afirma Sara. «Mustafá encontró trabajo confeccionando ropa en una fábrica. Trabajó durante un mes pero el jefe no le pagó». Mustafá hace aquí un inciso: «Mi jefe me dijo: “No tienes nada, no puedes protestar, no tienes documentos, no puedes hacer nada”».

Además de otros problemas urgentes, es extremadamente difícil para los refugiados trabajar legalmente en Turquía. Sara suena muy convincente cuando me hacer entender a toda costa que Mustafá trabajó en Turquía y por qué poco dinero lo hizo. «Mi marido encontró un trabajo haciendo lámparas de araña. Trabajaba más que los que eran turcos. Realizaba su trabajo de manera perfecta y trabajaba más de 12 horas al día por 300 euros al mes».

Gracias a la generosidad de su hermana, Sara y Mustafá ahorraron cada penique del sueldo que se habían ganado a pulso, y pidieron prestado algo más para poder comprar una plaza en una lancha motora para llegar hasta Europa. No vieron otra alternativa.

Volver a casa no era una opción, eso seguro. Sara me enseña una foto en su smartphone en la que se ve una pila de escombros que en su día fue un bloque de pisos, el suyo incluido. Un vecino les envió la foto algunas semanas atrás con el mensaje: «Mirad lo que le ha pasado a vuestra casa».

Sara y Mustafá retrasaron cuanto pudieron la ida de Siria porque, aunque sufrieron el impacto de años de guerra civil, el barrio principalmente kurdo en el que vivían en Alepo, Sheikh Maqsoud, seguía siendo relativamente seguro.

Durante su trabajo como conductor de taxi, Mustafá esquivó balas, vio a gente morir o herida en las calles y llevó a muchas personas al hospital. En su hogar no había electricidad o agua, pero se las arreglaban como podían. Hasta que en un día a principios del 2015, la calma que reina antes del amanecer se vio salpicada por «sonidos que venían de lejos, gritos y explosiones». Poco después, una bomba alcanzó su edificio. Sara recuerda: «Estábamos en el segundo y tercer piso y acertaron en el quinto. Había piedras y polvo por todas partes. Por la tarde llegó un helicóptero y empezó a disparar. Esto era una guerra, una guerra muy real, la primera vez que veía algo así con mis propios ojos».

Sara y su hijo se embutieron junto a otras mujeres y niños en la furgoneta de un vecino que juró intentar llevarles a algún lugar seguro. «Todo el mundo lloraba en aquella furgoneta, con las manos apretadas contra los oídos».

Mustafá tuvo que salir por su cuenta de lo que se había convertido en un campo de batalla de la noche a la mañana. Tras muchos puntos de control desalentadores, «ya no sabes quién es quién»;  marido y mujer se las arreglaron para dejar Alepo.

En la ciudad donde pudieron refugiarse, comentan que solo pudieron sentarse «bajo los árboles», tal como lo explica Sara. No había posibilidad de trabajar, la vida era muy cara y la casa de los familiares donde buscaron refugio ya estaba llena de otros, como ellos, desplazados por la guerra. De forma que Sara y Mustafá decidieron irse a Turquía. Cruzaron la frontera en una ambulancia haciéndose pasar por pacientes y, de hecho, les llevaron a un hospital en la ciudad de Kilis, cercana a la frontera.

Atravesar aquella frontera no fue nada comparado al momento que le siguió, en el que cruzaron Grecia desde Turquía. Después de dos horas tan apretujados en un camión, que rememoran con las siguientes palabras: «No podíamos ni respirar»; alcanzaron la costa. La persona que los trajo allí a escondidas se burló de sus dudas y, apresurado por el fuerte viento y las fuertes olas, comenzó la travesía por mar a las 4 de la madrugada.

«Tuvimos que caminar con el agua cubriéndonos hasta el pecho para alcanzar la lancha. Una hora tras empezar el viaje, un hombre dijo que teníamos que regresar porque había notado que el aire se escapaba de la lancha. No queríamos creerle pero, poco después, notamos el aire. La lancha se estaba hundiendo y el agua estaba entrando. Oí a mi hijo decir «Vamos a morir». El conductor, un refugiado que no sabía de nada, dijo: “No podemos hacer nada salvo rezarle a Dios”. Rezamos tantísimo».

Sobrevivieron nadando de vuelta a Turquía, a algunos los rescataron del mar. Para su asombro, les llevaron de mala manera a la cárcel. Un día después les soltaron, pero solo tras firmar un documento en el que se comprometían a dejar Turquía en una semana. «Nos vimos forzados a volver al mar y a pagar de nuevo a otra persona que nos llevara a escondidas».

El hermano de Mustafá se les unió en el primer intento pero no lo consiguió la segunda vez. Tuvieron que darle 12 puntos para cerrar un corte en la pierna, que quedó atrapada en la hélice del motor cuando saltó de la lancha que se iba a pique. Tuvo que volver a Siria.

La segunda vez, Sara, Mustafá y su hijo lo consiguieron. Llegaron a Grecia y caminaron arduamente atravesando Macedonia, Serbia y Hungría. Son recuerdos horribles, pero Sara recuerda un rayo de luz. Tras huir de traficantes en Serbia que les encerraron en un vehículo y les forzaron a pagar a cambio de nada, caminaron sin rumbo hasta una gasolinera. «Le pregunté al dueño dónde podíamos encontrar un coche para llegar a Belgrado. Fue muy amable. “No tengáis miedo, todo irá bien”, nos dijo. Nos llevó por muy poco dinero».

Tardaron ocho horas en cruzar a pie desde Serbia hasta Hungría. «Mi hijo estaba llorando, cargó con su mochila todo el camino. No había descanso ni comida. Solo cansancio, miedo. Aún me duele aquí,  – apoya la mano contra el pecho – del miedo que tenía dentro».

En Hungría escalaron hasta un camión sin ventanas y poca ventilación, que les llevó hasta Alemania en cinco horas. Hicieron este viaje en agosto del 2015, el mismo mes en el que 71 refugiados sirios murieron asfixiados en un camión refrigerador en la carretera que iba de Viena a Hungría.

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No cabe duda de por qué Sara estaba exaltada de alegria al oír las palabras del policía alemán cuando salió desparramándose del camión. A medida que el mes pasa, los horrores del pasado se vuelven menos nítidos y la familia empieza a mirar adelante, hacía un futuro pacífico que ahora parece posible para ellos.

Sara espera que, una vez haya aprendido alemán, Mustafá podrá encontrar un trabajo «a cambio de un salario justo», no como el que tenía en Turquía. Quiere sacarle partido a su grado universitario en literatura inglesa. Sara menciona Robinson Crusoe, una novela sobre un hombre atrapado en una isla desierta.

«Cuando leo ese libro siempre me pregunto a mí misma: ¿cómo pudo sobrevivir tanto tiempo en esa isla? Yo me volvería loca. Pero si estás solo en una jungla y no tienes nada, estás obligado a crear lo que sea para sobrevivir. El libro hablaba de la esperanza, quizá podamos tenerla ahora».

 

*Traducción al español dentro del proyecto PerMondo para la traducción gratuita de páginas web y documentos para ONG y asociaciones sin ánimo de lucro. Proyecto dirigido por Mondo Agit. Traductora: Susana Lucas Céspedes.