Danielle Vella, JRS Europe
«Nadie escucha la historia que hay detrás». Con estas palabras, Iva, una joven croata que trabaja para el Servicio Jesuita para Refugiados (SJR), resume perfectamente la preocupación más evidente en la crisis de los llamados refugiados de Europa.
Desde que el número de refugiados que llegan a Europa, sobre todo a través de Grecia, se incrementase bruscamente el año pasado, ha habido una tendencia a detener este movimiento. Países en la ruta de los refugiados están utilizando peligrosamente criterios arbitrarios para determinar quién puede o no cruzar sus fronteras.
Mientras viajaba por esta ruta, me di cuenta de que para poder continuar su viaje a Europa, los refugiados deben proceder del país correcto y decir el nombre del país de destino correcto al ser interrogados en las fronteras. No vi ningún esfuerzo por escuchar a las personas para determinar sus necesidades de protección.

Desde este fin de semana, los controles fronterizos se han vuelto mucho más restrictivos. Antes, sirios, iraquíes y afganos podían pasar. Ahora Macedonia está aceptando sólo sirios e iraquíes con pasaportes y documentos de identidad, y se niega a dejar a los afganos entrar en su territorio. Como resultado, se estima que 4.000 refugiados están varados en la frontera entre Grecia y Macedonia, mientras que otros miles esperan en Atenas.
Iva, que ha estado trabajando con refugiados en la frontera croata con Serbia desde que empezaron a llegar el año pasado, recuerda otro intento con anterioridadde impedir el paso a los afganos.
«Cuando la crisis comenzó el año pasado, los afganos tuvieron problemas para cruzar la frontera. Y la explicación fue: ‘Los afganos no están aquí debido a la guerra, la situación allí está bien, ya sabes, allí, oficialmente no hay guerra'».
La decisión repentina esta semana de denegar el paso a los refugiados afganos es profundamente preocupante. Recuerdo observaciones sorprendentemente similares de dos personas que conocí en la ruta, lo que nos da una idea de cómo era la vida allí. La primera vino de Ghodrat: «Cada noche, cuando nos íbamos a dormir, no esperábamos despertar vivos». Otro joven afgano dijo: «Cuando salíamos de nuestras casas para ir a trabajar, no esperábamos volver, ya que fácilmente podríamos ser asesinados por un terrorista suicida o cualquier otro ataque».
De Grecia a Croacia, conocí a refugiados afganos que huyeron de la persecución de los extremistas. Ghodrat fue amenazado porque es un musulmán chiíta. Ali se escapó porque no quería que su familia tuviese que pagar el precio de su trabajo como periodista. Hamid se fue demasiado tarde, después de ser atacado por su trabajo como traductor para algunas ONG extranjeras: «Caminaba hacia mi clase en la Universidad, y un grupo de hombres se paró frente a mí y dijo: ‘Quieto, traductor’. Me quitaron mis cuadernos y me apuñalaron en el cuello, pecho, brazos, en todas partes».
También he escuchado a gente que ha llegado recientemente de Pakistán, Irán y Marruecos, y que tenían una necesidad de protección urgente. De Irán conocí a Reza, un cristiano que huyó de la ira de las autoridades porque creó una capilla en su casa. Durante dos años, le llamaban regularmente para ser interrogado, un procedimiento que indefectiblemente lo dejó física y mentalmente herido. Cuando alguien dio a sus perseguidores las pruebas que necesitaban contra Reza, abandonó Irán inmediatamente. Y escuché la historia de una joven pareja que huyó de Irán después de que el marido fuese condenado a unos 150 latigazos, una pena condicional de prisión y una multa exorbitante porque sirvió alcohol en su boda.
La lista continúa. Cuando estaba entrevistando a familias en un albergue de Cáritas en Lesbos, un joven se acercó y me preguntó si podía contar su historia. «Yo soy gay y esta es la razón por la que salí de Marruecos», dijo. «La gente me golpeaba, me insultaba e intimidaba. Esto ocurría demasiadas veces». Me muestra una cicatriz en un lado de su cara y toma un vaso para mostrarme cómo lo hicieron. Luego se levanta el jersey y revela la cicatriz de una herida de cuchillo en un costado. Fue encarcelado dos veces por las leyes contra los homosexuales de Marruecos. «Quiero ir a Alemania, pero sé que no podré», dice con nostalgia.

Probablemente tenga razón. Sería, casi con seguridad, rechazado en la frontera con Macedonia porque tiene la nacionalidad equivocada. Es más, como muchos de los africanos del norte, corre el riesgo de ser clasificado inmediatamente como un migrante económico. Y aquí me doy cuenta de otra cosa: la gran facilidad con la que las personas son etiquetadas como refugiados o migrantes económicos, y con este último demonizado por tener la osadía de presentarse en el país.
El problema con tales clasificaciones simplistas es que pueden ser injustas e inexactas y niegan a las personas la protección que necesitan con urgencia. Dado el estado empobrecido, represivo, violento y sin ley de muchos países, la única manera de determinar si una persona es un refugiado es escuchando su historia, para entender lo que le llevó a huir y qué sucederá con él si vuelve.
Y aquí me dirijo otra vez a las palabras lúcidas de Iva: «Llamar a las personas inmigrantes económicos y prohibirles cruzar las fronteras es simplemente cerrar los ojos a los problemas existentes durante tantos años».
Ahora, estando en el centro de tránsito de SlavonskiBroden Croacia, Iva ha visto lo suficiente como para convencerla de que las personas se embarcan en este viaje simplemente porque es la mejor opción que tienen.
«Realmente no creo que nadie dejase toda su vida, su hogar, amigos y recuerdos a menos que debiesen hacerlo», dice firmemente. «Vemos personas de 80 años o más, personas en sillas de ruedas… Ayer vimos a un hombre que tuvo dos ataques al corazón. Nadie toma un camino tan arriesgado simplemente por salir de casa. Quieren ver si son lo bastante afortunados como para escapar de una situación de muerte segura e ir a otra donde algunos sobrevivirán».
Si a los refugiados no se les permite pasar a un país europeo donde sea viable solicitar asilo, su sacrificio sería en vano. A toda costa, quieren evitar permanecer en Grecia, y muchos se ven obligados a recurrir a contrabandistas otra vez.
A principios de febrero, tomé un autobús nocturno desde Atenas hasta la frontera con Macedonia. El autobús se detuvo en una gasolinera en Polykastro, a pocos kilómetros de la frontera. Algunos de los pasajeros se bajaron y se dirigieron hacia una fila de retretes portátiles en el borde del parque de autobuses. De repente, echaron a correr y desaparecieron entre los campos.
En el viaje en autobús, conocí a un hombre de la parte de Cachemira controlada por Pakistán. No sabía mucho inglés, pero compartió galletas y frutos secos conmigo y me mostró fotos de sus hijos. «Hermosos», dijo con ternura, mientras sus dedos acariciaban las imágenes en su teléfono.
Espero que si fue uno de los que echaron a correr, los guardias fronterizos no lo hayan atrapado. Un informe, que acaba de publicar Human RightsWatch, reivindica que algunas personas fueron gravemente golpeadas por los guardias cuando fueron capturadas ilegalmente en territorio macedonio, y luego, fueron expulsadas a Grecia.
Apenas se puede culpar a las personas que buscan asilo por tratar de salir de Grecia, donde se ofrecen perspectivas muy desoladoras. El país sufre de problemas económicos ampliamente publicitados, un desempleo agobiante, y no está en condiciones para atender a un gran número de refugiados. La solicitud de asilo es un proceso largo y difícil, no es fácil de acceder, y es llevado a cabo principalmente a través de Skype. Aquellos que no logran solicitarlo están en riesgo de detención y deportación. Las dificultades que enfrentan los refugiados en Grecia incluyen la miseria, la falta de vivienda y los ataques xenófobos.

Y la esperanza de encontrar una vida, “no una vida mejor, simplemente una vida”, podría, poco a poco, comenzar a morir. La primera persona que conocí en Grecia vino de Pakistán. Faisal no tenía hogar y hacía cola en Cáritas en Atenas, tenía todas sus pertenencias en una bolsa blanca de plástico. Me dijo que Grecia «no tenía nada que ofrecer» y que había estado «matando el tiempo» durante ocho años. Su solicitud de asilo fue rechazada y fue detenido dos veces: «Si no tienes papeles, te meten entre rejas por nada». Faisal me aseguró que sus esperanzas se habían agotado: «Estoy muerto por dentro. No tengo fantasías o sentimientos como una persona normal».
Y ahora mi pensamiento se dirige a otro paquistaní, que apenas ha llegado a Europa en busca de protección -Waqar, quin huyó de amenazas terribles por ser un musulmán chiíta. Su esperanza era boyante cuando lo conocí en el albergue SJR en Atenas, porque estaba seguro de que «los europeos» salvarian a su familia.
Dijo: «Nos gusta ver el canal de National Geographic, ¿sabes? Vemos cómo la gente de Europa ama tanto a los animales, ¿así que por qué no a los seres humanos? Estamos seguros de que los europeos se preocupan de los derechos humanos de cada persona».
Lamentablemente, las decisiones de los países europeos, en un intento por manejar la crisis de los refugiados, parecen poner la fe de Waqar en duda. Todos los países son rápidos justificando sus acciones, en particular culpando a otros, pero en última instancia no hay ninguna justificación para la erosión de la protección que estamos viendo ahora en las fronteras.