Danielle Vella
Lo que más llama la atención es el profundo alivio y la esperanza que reflejan…Resultan aún más sorprendentes que su temeraria valentía, que los peligros y amenazas de su travesía y que sus terribles experiencias.
Me da la impresión de que, nada más poner un pie en las costas europeas, muchos refugiados sienten que la libertad está por fin a su alcance: la libertad de vivir sin miedo, sin represión, sin guerra y miseria, liberados al fin de la total ausencia de perspectivas generada por todos o alguno de estos factores. Así pues, dan rienda suelta a una esperanza que no conoce fronteras, una esperanza que se niega a reconocer las ominosas medidas que se han adoptado en el seno de la Unión Europea y que amenazan su acceso a recibir protección.

“Llevo cuatro años soñando con llegar aquí. Ahora estoy muy tranquilo, me siento bien y feliz», me dijo Haysem, que venía desde Siria con su mujer y sus cinco hijos pequeños. “Ahora mismo, estábamos en nuestra habitación, cantando todos juntos, mis hijos, mi mujer y yo”.
Ahmed y Asyha huyeron del ISIS en Al Raqa. Cuando les pregunté cómo se sentían, se miraron e intercambiaron una gran sonrisa. Ahmed me contestó: “Como alguien que estaba muerto y ha vuelto a la vida».
Haysem, Ahmed y Asyha compartieron conmigo sus historias a finales de febrero, durante su estancia con una familia de acogida en la isla griega de Lesbos. He conocido a docenas de personas de Siria, Irak, Irán, Pakistán y Afganistán que acababan de llegar a alguna de las islas griegas desde Turquía para intentar solicitar asilo y empezar así “una nueva vida”. No son ni mucho menos las únicas, sino que forman parte de un éxodo que lleva años dirigiéndose hacia Europa y que alcanzó cifras récord en 2015, cuando más de un millón de refugiados y migrantes forzados llegaron a Europa. En enero de este año, casi 69.000 llegaron a Grecia.
Una vez en Europa, los refugiados se mueven de un punto a otro con sorprendente rapidez – normalmente ayudados por traficantes – para intentar llegar al destino elegido, que suele ser Alemania. Hay varias razones para ello, pero yo me quedé con una: “porque Angela Merkel es la madre de todos los sirios e iraquíes”.
El abrumador alivio que siente los refugiados al llegar a territorio europeo se debe, en parte, del hecho de haber sobrevivirdo a un viaje potencialmente letal. En enero de este año, al menos 374 refugiados murieron en el mar Mediterráneo, la mayoría tratando de llegar a Grecia en frágiles botes hinchables. Haysem describía su viaje con sólo dos palabras: “Miedo, muerte».
Tarek, que huyó de la ciudad siria de Latakia para escapar del reclutamiento forzoso del ejército, me contó que “los traficantes nos dijeron que solo pasaríamos 40 minutos en el mar, pero fueron tres horas y media. Fue muy duro y los niños, ay madre, los niños lloraban y gritaban. Fue una locura, muy peligroso». Sólo un día después de llegar a Kos, despertaron a Tarek para que tradujese las palabras de un hombre que acababa de ver ahogarse a su mujer y a su hija.
Qusai, un hombre de Damasco con una grave discapacidad, casi no consigue llegar con vida. Debido a su escasa estatura y a su incapacidad para moverse sin ayuda, estuvo a punto de que las olas se lo tragasen y morir ahogado. Desde el mismo momento en que lo colocaron en el bote que le llevaría a su destino en la isla de Nera, los frágiles huesos de Qusai sufrieron tres fracturas.
Los peligros que acarrea el viaje hacia la solicitud de asilo no son nuevos ni sorprendentes. La historia ya ha demostrado que las consecuencias de viajar de forma clandestina y dependiendo de traficantes sin escrúpulos pueden ser fatales. Sin embargo, quienes toman la increíblemente difícil decisión de embarcarse en ese viaje sienten que no tienen absolutamente ninguna otra alternativa.
Darrin Zammit Lupi / JRS Europa
En la costa turca, Qusai contempló “aterrorizado” la negrura de las aguas a las que los traficantes acababan de tirar su silla de ruedas, ya que no podía permitirse pagar por llevarla con él. Acababa de pagar 1.000 dólares por su propia plaza en la barca. Pensó: “Puede que lo consiga, puede que no. No me importa, esta es mi última oportunidad, no hay vuelta atrás, no debo asustarme. Puede que sea mi último día de vida, puede que no».
Ghodrat, un joven de etnia Hazara procedente de la provincia afgana de Ghazni, desgarrada por la guerra, llegó a Lesbos con su mujer y su hija de cuatro años. Antes habían intentado instalarse en Irán, pero les deportaron dos veces por no tener papeles. “Claro que sabía que el viaje en barco era peligroso. Pero era más peligroso quedarme donde estaba, un lugar donde la gente se pone bombas para suicidarse y matar a otras personas. Donde yo vivía, esto pasaba todos los días. Estábamos amenazados por la guerra, los terroristas suicidas la falta de empleos y el hambre, las amenazas por ser chiítas… Así que decidí que emprenderíamos el viaje de todas formas, aunque sabía que podíamos morir ahogados».
Al escuchar las razones de su huida, no es de extrañar que las personas que conocí mostraran tan férrea determinación. Todas estaban deseosas de explicar su historia, recurriendo a dibujos y a la mímica, y buscando palabras por Internet cuando la barrera del idioma se interponía. Los que procedían de las zonas de Siria bajo el control de los rebeldes estaban aterrorizados por las bombas de barril lanzadas por su propio Gobierno, que “lo destrozan todo, colegios, casas, mezquitas”. Un hombre me dijo, suavemente: “Es horrible ver a los niños muertos e intentar sacar sus cadáveres de los escombros».
Una viuda, que perdió a su marido en la explosión de una bomba de racimo, consiguió finalmente dejar Alepo tras ser devuelta dos veces al cruzar la frontera con Turquía. Se fue sin saber qué había sido de sus padres y su hermano, quienes “desaparecieron” tras ser arrestados por el ejército sirio cuatro años antes. “Nuestro padre tenía 70 años y andaba con bastón, ¿qué daño podría causarle él a alguien?”.
También conocí a personas que habían logrado escapar de territorios controlados por el ISIS en Siria e Irak, como cuatro hermanas yazidíes. La más joven lloraba en silencio. Los combatientes del ISIS mataron a su madre después de su huida: “Si una mujer es joven y guapa se la llevan. Si es mayor, la matan».

Otras personas recordaban cómo el ISIS penaba las infracciones, desde fumar a no rezar o escapar del territorio controlado por ellos, con castigos como la flagelación, trabajos forzados o cavar trincheras en la línea del frente. “¡Kollox haram!” (¡Todo está prohibido!) Pero su peor pesadilla eran las decapitaciones. Ahmed dibujó un cuadrado en mi cuaderno y me lo explicó: “En Al Raqa hay una plaza donde cada dos semanas el ISIS lleva a la gente para ejecutarla. Después dejan allí sus cabezas durante tres días. Antes era un sitio bonito, solíamos ir allí toda la familia a comprar helado, pero ahora cualquiera que vaya allí es porque está muerto». Cuando Ahmed se levantó para marcharse, le deseé suerte. Cogió el lápiz e hizo una cruz sobre el cuadrado. “Inshallah», me contestó.
Mi intérprete de árabe en Lesbos estaba visiblemente conmovido. “Uno escucha sus palabras pero cuesta creer que todas esas cosas pasaron de verdad», dice. Y tan de verdad: por mucho que lo intento, no puedo conseguir entender o imaginarme siquiera – ni por asomo – lo que debe ser vivir amenazado por un horror semejante. No dejo de pensar en algo que me dijo Ghodrat: “Mi vida era tan penosa y tan llena de dolor que ahora no puedo permitirme estar preocupado por nada». No obstante, su sueño – y el de todos y cada uno de los refugiados que he conocido – no sólo se alimenta de desesperación, sino de fe: una fe inquebrantable en Europa como la meca de la paz, la democracia y el respeto al los derechos humanos “de todas las personas”.
Esta fe se ve reforzada por la acogida ofrecida tanto por ciudadanos generosos como por el grupo de ONG coordinadas por las Naciones Unidas que trabajan en las islas griegas y Atenas. Tarek recuerda: “Tres suecos vinieron a rescatarnos del barco. En ese momento me sentí seguro, y algún día yo ayudaré a la gente como ellos hicieron con nosotros. Fue bonito, especialmente cuando les vimos coger a los niños como si fuesen suyos».
A medida que avanzan en su viaje, el entusiasmo de los refugiados parece desvanecerse. Conocí a Tarek en Eidomeni, en la frontera con Macedonia, que estaba cerrada debido a que la huelga de los taxistas macedonios había bloqueado los trenes. “No creíamos que sería tan difícil, pensábamos que llegaríamos a Alemania en cinco o seis días pero ya llevamos siete días en Grecia».
La cruda realidad es que probablemente conseguir solicitar asilo sea mucho más difícil de lo que la mayoría imaginaba. Aunque Europa está llena de buena voluntad, especialmente por parte de los ciudadanos de a pie y de los grupos de la sociedad civil, deseosos de ofrecer su hospitalidad, las tendencias políticas van en dirección contraria. Tanto a nivel nacional como de la UE, los responsables políticos están proponiendo, y en algunos casos aplicando, medidas para endurecer el control de fronteras y para que las políticas de asilo sean más restrictivas, e incluso ofensivas para con la dignidad humana.
Sin embargo, las malas noticias no parecen disuadir en demasía a los refugiados recién llegados. Siguen esperando encontrar al menos un lugar seguro, así como oportunidades para trabajar y estudiar y poder ofrecer a sus hijos un futuro más feliz – la principal prioridad de todos los padres y madres que conocí. Se aferran con fuerza a esa esperanza porque no pueden permitirse hacer otra cosa. Como ya hicieran antes millones de personas, lo han apostado todo por la libertad. Y, desde que les he conocido, sólo puedo pensar en una cosa: en cuántos de ellos encontrarán esa nueva vida por la que lo han sacrificado todo, y en qué podemos hacer para ayudarles.